Y le miraba como quien mira a un vagabundo, con una mezcla de lástima e indiferencia, él no lo entendía y le gritaba por ello. Sus grandes ojos azules, que siempre habían mostrado felicidad, estaban inundados por unas lágrimas que no se decidían a abandonar ese cómodo refugio, reflejaban tristeza. No era su propia tristeza, sino que reflejaban la tristeza que é no se atrevía a expresar, pero que ella sabía que sentía.
Sus gritos iban perdiendo fuerza, su voz se iba apagando hasta que finalmente se hizo el silencio y él cayó exhausto, por contener tanta tristeza dentro de él, sobre el sillón de lectura que se situaba al fondo del salón. Ella, sentada en el sofá tenía la mirada perdida en el infinito de una noche oscura como el carbón, un negro azabache que la inundó de calma, de una paz nueva.
Se levantó, se acercó hasta él y le cogió la mano izquierda. “¿Por qué?” preguntó él y se abrazó a su cintura, como un niño pequeño que se aferra a su madre. “Lo siento, no puedo seguir con esta mentira”, le dio un beso en la mejilla, se separó de él con algo de dificultad y cogió la maleta que estaba al lado del sofá. Se detuvo unos segundos antes de salir de la casa, lo miró, tenía la cabeza entre las piernas, se sentió mal por él, pero sabía que eso era lo mejor para los dos. Algún día él se daría cuenta de que era lo mejor. Abrió la puerta, salió y la cerro tras de si, dejando escapar una de esas lágrimas de su refugio, sintiendo también su propia tristeza, pero aliviada.
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